El desafío de la violencia
Por Tomás Núñez, ThD
La violencia frecuente nos obliga a pensar. ¿Por qué es tan recurrente? Para
vislumbrar alguna luz tenemos que partir sin autoengaños de esta ambigüedad
fundamental: por una parte, la realidad está cargada de conflictos, pero en otro sentido,
es un tejido de orden y paz. Ninguno de estos dos aspectos consigue erradicar al otro.
Se mezclan, y se mantienen en un equilibrio difícil y dinámico.
El arte consiste en mantener esa tensión, buscando aquella convergencia de
energías que permite el surgimiento de la paz, fruto de instituciones mínimamente
justas e incluyentes, y de ordenamientos sociales sanos, custodiados por un Estado
que vela por el equilibrio de las tensiones, usando legítimamente la coerción cuando es
necesario. Si no se diese esta búsqueda de equilibrio, tal vez la sociabilidad sería
imposible, y los seres humanos se exterminarían unos a otros.
La paz resulta de la administración de los conflictos usando medios no
conflictivos. En la construcción de la paz, los intereses colectivos deben sobreponerse
a los individuales, la multiculturalidad ha de prevalecer sobre el etnocentrismo, la
perspectiva global orientará la local.
Tenemos que ser realistas y sinceros. Hay violencia en el mundo porque yo llevo
violencia dentro de mí en forma de rabia, envidia y odio, que deben ser siempre
contenidos.
La explicación de la agresividad ha desafiado a los más agudos pensadores.
Sigmund Freud parte de la constatación de que existen dos pulsiones básicas: una que
afirma y exalta la vida (Eros) y otra que tiende hacia la muerte (Thánatos) y sus
derivados psicológicos, como los odios y las exclusiones.
Para Freud la agresividad surge cuando el instinto de muerte se activa por
alguna amenaza que viene de fuera. Alguien puede amenazar a otro y querer quitarle
la vida. Entonces el amenazado se anticipa y pasa a agredir y eventualmente a eliminar
a quien le amenaza.
Otro pensador contemporáneo, René Girard, afirma que la agresividad proviene
de la permanente rivalidad existente entre los seres humanos (a la que él llama «deseo
mimético»). Esta rivalidad crea permanentes tensiones y elabora siniestras
complicidades. Al concentrar en alguien toda la maldad y toda la amenaza, la sociedad
lo convierte en un chivo expiatorio. Todos se unen contra él para apartarlo. Esta unión
instaura una paz momentánea entre todos los contendientes. Deshecha la paz, se
inventa un nuevo chivo expiatorio (los terroristas, los traficantes, etc.) y nuevamente se
crea la unión de todos contra él y se rehace la paz perdida.
Los antropólogos también nos han ayudado a entender la agresividad. Nos
aseguran que somos simultáneamente sapiens y demens, no por degeneración, sino
por constitución evolutiva. Somos portadores de inteligencia y de energías interiores
orientadas hacia la generosidad, la colaboración y la benevolencia. Y al mismo tiempo
somos portadores de demencia, de exceso, de pulsiones de muerte. Somos seres
trágicos porque surgimos como coexistencia de los opuestos.
Dada esta contradicción, ¿cómo construir la paz? La paz sólo triunfará en la
medida en que las personas y las colectividades se dispongan a cultivar, como
proyecto de vida, la cooperación, la solidaridad y el amor. La cultura de la paz depende
del predominio de estas positividades y de la vigilancia que las personas y las
instituciones mantengan sobre la otra dimensión, siempre presente, de rivalidad, de
egoísmo y de exclusión.
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