Por Paul V. Montesino, PhD.
La época fue la primavera y verano de 1980.
Como de costumbre, la atención de la ciudad se concentraba en las actividades de las Medias Rojas de Boston y sus eternos adversarios los Yankees de New York, una contienda que dejaría a Boston trece juegos detrás de los formidables “Uniformados a Rayas” esa temporada. Fenway Park sería testigo de la cesantía del mánager Don Zimmer y el nombramiento de Johnny Pesky y nada aparecía en el horizonte que distrajera la atención. Eventualmente Filadelfia, derrotando al equipo de Kansas City en la Serie Mundial, se convertiría en los reyes dominantes del universo beisbolista por un año, una eternidad en el mundo de los deportes.
Los cubanos locales, siempre atados al amor sin condiciones de “la pelota” en nuestro ADN, formábamos parte de ese espectáculo de la fanaticada. Pero ciertos incidentes vendrían a robar nuestra atención inesperadamente, unos que no concebíamos ni creíamos lógicos. En abril, la embajada de Perú en la Habana fue invadida por un grupo airado y cansado de opositores al gobierno castrista que se asilaron en dicha embajada. El gobernante Fidel Castro no solo aceptó el asilo, sino que ofreció a los que quisieran irse de Cuba la oportunidad de hacerlo siempre y cuando sus familiares exiliados los vinieran a recoger al puerto de Mariel en botes. Esa luz verde fue lo único que necesitaban los cubanos de Miami, la mayoría con acceso a naves de todo tipo, para viajar a Cuba a recoger a familias y amigos, hasta extraños.
El gobierno norteamericano, encabezado en ese momento por el presidente Jimmy Carter, fue cogido de sorpresa y no pudo evitar por razones humanitarias y políticas, que miles de cubanos fueran rescatados en la isla y arribaran desorganizadamente a las costas de la Florida. Entre ellos, había prisioneros de delitos comunes, enfermos mentales y adictos a drogas que no estaban relacionados con los dueños de las embarcaciones. Estos fueron forzados por el gobierno cubano a unirse a los otros rescatados bajo amenaza de no permitir el regreso a los Estados Unidos de los que se negaran.
Un total de 125,000 cubanos eventualmente arribarían a los Estados Unidos, y Boston eventualmente se vería afectado por esos acontecimientos. La historia de Nueva Inglaterra poseía numerosos ejemplos de navegación: La llegada del Mayflower a Plymouth en 1620 y el Arbella en 1621 desde Europa y, desde luego, el Boston Tea Party de 1773 con los barcos Beaver, Dartmouth y Eleanor, que dio comienzo a la rebelión contra Gran Bretaña. ¿Pero un velero proveniente del Mariel tambien?
Era inevitable que el área de Miami no fuera capaz de absorber en unas semanas un número de recién llegados que superaba a los exiliados que arribaban de Cuba desde 1959 hasta el momento a razón de cien o doscientos al día. Esto último se podía administrar, lo primero era imposible de controlar. Relocalizar a los nuevos exiliados, ahora llamados “marielitos”, se convirtió en la necesaria palabra de orden. Boston, por su condición económica y la experiencia previa con refugiados cubanos ahora residiendo aquí, se convirtió en una de las ciudades asignadas a la relocalización.
Numerosas empresas comerciales locales se ofrecieron para ayudar a los que llegaran, y fueron muchas las que desplegaron en sus vidrieras mensajes de fe, esperanza y apoyo caritativo hacia los nuevos refugiados, un apoyo que desafortunadamente no duró mucho tiempo.
Poco a poco, las experiencias con prisioneros comunes, enfermos mentales y adictos a las drogas, comenzaron a mezclarse y contrarrestar con las noticias sobre aquellos muchos que eran ejemplos de moralidad y principios y la duda se hizo dueña de los comerciantes que querían ayudar. Repentinamente, las vidrieras en nuestra comunidad se vieron vacías de señales de simpatía y bienvenida hacia los que se esperaban, incluyendo mi propia organización bancaria. El Jefe de mi Junta Directiva me llamó a su oficina para explicarme apenadamente que la información recibida desde la Florida por instituciones relacionadas con la nuestra en Boston hablaba negativamente de los recién llegados, unos que no se parecían a los cubanos locales conocidos por su espíritu laborioso y ambicioso.
Desafortunadamente, como intentaba la dictadura castrista en su propaganda, miraban a los recién llegados como productores del delito y la corrupción, no como lo eran en realidad: el producto de una sociedad inmoral donde el individuo tenía que sacrificar su humanidad para poder sobrevivir y esa supervivencia tomaba la forma que en su desesperación los sobrevivientes pudieran imaginar y construir. Era evidente para los que nos preocupábamos, que si queríamos ayuda para los recién llegados teníamos que proporcionarla nosotros mismos.
Ocurrió casualmente en esos días, que muchos de los cubanos, tanto hombres como mujeres, con posiciones reconocidas de liderazgo en la ciudad, recibimos del Gobernador de Massachusetts Edward King (1925-2006), demócrata en 1980 convertido al partido republicano en 1985, pero capaz de comunicar con ambos lados del pasillo político, una invitación para asistir a una reunión urgente en la casa estatal. El Gobernador vino al grano inmediatamente y no pudo ser más explícito: “En vista del número extraordinario de refugiados provenientes de Mariel, el Fuerte Chaffee de Arkansas solamente ya había recibido 19,000 de ellos, el gobierno federal intentaba enviar diez mil marielitos para ser alojados en la base aérea de la Guardia Nacional Otis en Cape Cod y solo se esperaba confirmación por parte de la administración para implementarla.
“Nosotros no estamos equipados para comunicarnos con tantos cubanos que solo hablan español”, dijo el Gobernador, “y queremos que ustedes nos ayuden. Voy a necesitar sus números de teléfonos, direcciones y centros de trabajo. Tan pronto nos confirmen la relocalización, nos comunicaremos con sus empleadores para notificarles de esta emergencia y enviaremos a un policía estatal a sus residencias para recogerlos y llevarlos al Cape. Ustedes son un buen ejemplo de ciudadanía y pueden ayudar a sus compatriotas y a nosotros.” Los orgullosos presentes permanecimos silenciosos, no hubo objeciones, y el gobernador se marchó mientras sus asistentes anotaban la información requerida. Nuestra misión no era para después del arribo de los refugiados sino para su recibimiento. No éramos niñeros, éramos comadrones.
Afortunadamente o no, la relocalización masiva no se llevó a cabo. Los vacacionistas de Cape Cod se perdieron ese verano la oportunidad única de vivir cerca de diez mil refugiados cubanos que hubieran podido contarles muchas historias vividas del comunismo. El velero “Mariel” nunca arribó, se hundió al navegar. Pero eso no fue el fin de la historia.
Era cuestión de tiempo solamente para que comenzaran a llegar nuevos refugiados a Boston, algunos con familiares locales que los reclamaban, otros solos. Los miembros de nuestra comunidad que se habían preocupado con esa situación y habían sido identificados como voluntarios por el Gobernador King, decidimos dar un paso al frente y preparar apoyo efectivo a los que llegaban. Un grupo de varias decenas de personas se reunió en un establecimiento de ropas de la familia Vasallo en Jamaica Plain, entonces y ahora el vecindario de más concentración de cubanos de Boston, y decidieron establecer un comité de ayuda llamado Fondo de Emergencia de Refugiados Cubanos, “Cuban Refugee Emergency Fund (CREF)” en inglés, integrado por un grupo de profesoras y negociantes. Por razones personales inevitables, no pude asistir a esa reunión, pero la ausencia no impidió que se me eligiera tesorero del comité.
Los miembros del comité nos dimos cuenta de la responsabilidad que habíamos asumido. La tranquilidad y seguridad de los nuevos refugiados estaban en juego. Y lo estaban también el prestigio y el buen nombre de la comunidad cubana de Massachusetts, cualidades obtenidas durante cerca de veinte años de trabajo y sacrificios.
En nuestra primera reunión se discutieron los objetivos y parámetros que seguiríamos en nuestra labor, el primero relacionado con los fondos de dinero que se recaudaran de las organizaciones caritativas del área. En este tema, me aseguré de definir y discutir no solo nuestra filosofía de grupo, sino la mía personal.
“Yo acepto esta responsabilidad financiera”, dije, “con la siguiente condición: Si llegamos a un punto de nuestras actividades en que tenemos que cesar de existir, los fondos que existan en la caja serán devueltos a las instituciones que hayan donado al programa en el mismo porcentaje que cada una haya contribuido al total”. Los miembros del comité, sin excepción, entendieron y aceptaron esa responsabilidad moral del grupo y la mía. Desde ese momento, el dinero perdió su atracción monetaria egoísta personal para convertirse en instrumento social. Fue una decisión que tuvo repercusión meses más tarde cuando el comité se disolvió y el estado de Massachusetts se hizo cargo de una responsabilidad que nosotros, como civiles, éramos incapaces de llevar a cabo permanentemente por capacidad económica y profesional, o por vocación.
Eventualmente alrededor de ochocientos “marielitos” llegaron a Boston, unos enviados con ayuda de las autoridades de Miami, otros a solicitud de parientes o amigos, algunos por su cuenta. Todos recibieron ayuda en ropa, efectivo y búsqueda de trabajo. La Cruz Roja, el Arzobispado Católico de Boston y la Iglesia Metodista, representada por el Ministro Metodista cubano Mariano Rodríguez, ya desaparecido desafortunadamente, hicieron contribuciones de efectivo significativas. Cuando llegó el momento final que se había predicho se hizo una auditoria de los fondos y se distribuyeron entre esas tres instituciones en la misma proporción que habían sido contribuidos. La misión estaba cumplida. A partir de entonces, los refugiados del Mariel fueron recibidos y procesados por el Departamento de Seguro Social del Estado de Massachusetts.
En cuanto a los ochocientos “marielitos”, algunos regresaron a Miami decepcionados con el ambiente económico o el clima, pero los que no lo hicieron encontraron trabajos, se dispersaron en el estado, continuaron o comenzaron familias y se despojaron del título “marielitos’ convirtiéndose simplemente en americanos. Hoy día, en una de las zonas principales de negocios financieros de la ciudad de Boston, como símbolo de esa conversión, uno de los mejores restaurantes tiene un menú suculento cubano y se conoce con el nombre comercial de “Mariel”.
La mancha ominosa con la que la dictadura había intentado dar color a ese grupo de cubanos que salieron del puerto de Mariel, pero que eran realmente oriundos de todas partes de Cuba, se disolvió en la libertad estadounidense. Esa nave si ha podido navegar exitosamente.